06 Mar Sobrevivir: Intrahistoria
Dos años después, aún recuerdo aquel sonido seco. Había visto una sombra sobre los apuntes de la asignatura que estaba estudiando y había escuchado aquel estruendo, pero tardé unos segundos en asociarlo al impacto. Fue el grito de una vecina el que hizo que me levantara de la silla, que abriera la ventana, que viese cómo mi vecino del sexto yacía inmóvil en el suelo, en una posición aterradora.
De él sabía poco más que era argentino, que le gustaba el fútbol y que no debía llevar una existencia tranquila cuando, cada día, a la misma hora, su pareja comenzaba a dirigirle una retahíla de insultos sin respuesta, de deseos de muerte a voz en grito que acababan con el hombre saliendo de casa unas horas. Aquella noche, con un tiempo que no podía ser más desapacible, me atravesó la culpa y la incomprensión. Aquel golpe me revolvió el estómago y me obligó a darle muchas vueltas a la cabeza. ¿Hasta qué punto pueden estirarse los límites del sufrimiento? ¿Cómo te tienes que sentir para que no encuentres una motivación para vivir? ¿Cuánto valor hay que reunir para saltar desde un sexto? Era el último día de marzo y el primer contacto, más o menos directo, que tenía con la realidad del suicidio.
Muchos meses después leía un hilo de Twitter con el corazón encogido. Escribía Carlos Pérez sobre el suicidio de su madre, descargando toda su tristeza, rabia y desesperación en unos cuantos tweets en los que también criticaba la falta de recursos del sistema sanitario público, la ineficacia de los medios existentes, la desatención que había sufrido, la impotencia que había experimentado y el desamparo y la culpabilidad que sentía meses después del fallecimiento. A aquello se sumó una crónica en un periódico sobre una muerte anunciada: la de Ángela, una estudiante de farmacia que, tras pedir ayuda sin éxito, dejó constancia de su suicidio en redes sociales. Aquello me llevó a escribirle un mensaje a Carlos, a empezar a crear una red de contactos que me explicaran qué había pasado, cómo el sistema les había fallado, cómo lo habían gestionado y cómo se sentían ahora. Gracias a aquellas conversaciones empecé a entender la magnitud de un problema sobre el que, hasta ese momento, no conocía cifras. Que casi 4.000 personas mueran al año en nuestro país por suicidio o que sea la primera causa de muerte no natural, desde 2019, entre jóvenes de entre 15 y 29 años me dejó completamente desconcertado. Hablamos de 70.000 intentos cada año; de 70.000 personas que no pueden soportar la carga que arrastran, porque si algo me ha quedado claro después de escuchar a decenas de personas en esta situación es que nadie quiere morir, que la persona que se suicida lo que quiere es poner fin a ese sufrimiento. Decidí que había que contarlo. No sabía muy bien dónde iba a acabar, pero me parecía que había que escuchar a esas personas para comprender qué nos pasa como sociedad. El problema es de todos y aunque hablamos de un fenómeno complejo y multifactorial en el que no deberíamos poner etiquetas a la ligera, las cifras y las diferentes realidades de máxima desesperación dicen mucho del modelo de vida en el que nos encontramos inmersos.
Durante los meses de trabajo que llevamos, hemos asistido a desnudos emocionales integrales, hemos conocido hasta dónde puede llegar el estigma y el tabú (nos han denegado espacios de grabación sólo por la temática que estábamos abordando o hemos tenido que grabar a supervivientes en pueblos muy alejados de los suyos para evitar que fuesen señalados) y hemos lamentado la falta de recursos del sistema público de salud. En este tiempo, para hablar bien del suicidio, hemos hablado de soledad no deseada, de acoso escolar, de presión laboral, de adicciones, de falta de educación emocional, de falta de expectativas, de precariedad, de deudas económicas, de dolor, de enfermedad, de una sociedad ultra competitiva, de un tiempo de usar y tirar… En este tiempo también hemos experimentado una apertura muy rápida de una parte de la sociedad a empezar a hablar de suicidio, hemos percibido (y constatado con los profesionales que llevan muchos años trabajando sobre el tema) un punto de inflexión. Y es que la pandemia fue la gota que colmó el vaso; el último de los precipitantes, el tiempo que alteró e intensificó factores de vulnerabilidad.
Este año de cifras récord, por primera vez, más de 2.000 personas han salido a la calle para visibilizar este fenómeno y pedir un plan nacional contra el suicidio y el Gobierno se ha comprometido a poner en marcha algo que se llevaba reclamando desde hacía algún tiempo: un teléfono público, corto y gratuito para la atención de personas en riesgo suicida.Este trabajo se basa en más de 50 entrevistas entre las que se pueden destacar algunas como la de Patricia (nombre ficticio), una mujer cuya vida ha estado atravesada por el suicidio. Presenció el de su abuela cuando tenía tres años, ella misma se intentó suicidar porque no podía con el síndrome de abstinencia que le provocó tener que dejar de tomar una serie de medicamentos y, finalmente, salvó la vida de su hija, que intentó suicidarse tras años de humillación y violencia por parte de la que fue su pareja. Otro de los testimonios especialmente significativos es el del juez de la Audiencia Nacional José Luis Castro. Durante su carrera profesional se ha implicado activamente en el desarrollo de protocolos para la prevención del suicidio dentro de instituciones penitenciarias y ha tenido que acudir a levantamientos de cadáveres tras una muerte por suicidio. Varias décadas después, es su propio padre el que acaba suicidándose. José Luis ha hablado por primera vez de su situación personal para este documental, ha contado cómo la muerte de su padre le ha cambiado la forma de entender la vida y ha hecho una crítica muy contundente al sistema en el que vivimos instalados.En este proyecto también hemos escuchado a jóvenes de diferentes edades, algunos de los cuales se habían planteado alguna vez el suicidio; hemos entrado en instituciones penitenciarias para conocer, desde dentro, cómo funciona el protocolo de prevención de suicidio y cuáles son esas circunstancias que elevan la media de suicidios en prisiones y hemos viajado al conocido como el triángulo del suicidio en España conformado por las localidades de Alcalá la Real, Iznájar y Priego de Córdoba.
Con este documental hemos pretendido realizar una fotografía lo más amplia posible sobre el fenómeno del suicidio en nuestro país y, para ello, hemos contado con profesionales de distintas ramas comprometidos con la prevención y postvención del suicidio. Si me tengo que quedar con una cosa de estos primeros meses de trabajo, además de la implicación de un equipo que ha trabajado, en parte, de forma voluntaria, del conocimiento adquirido y de las emociones compartidas, es con la función casi terapéutica que, para muchos de ellos, ha tenido contarlo. Me quedo con una llamada que recibimos días después de una entrevista en la que una persona que interviene en este documental, nos daba las gracias porque, por primera vez en 14 años, había conseguido verbalizar una carga que la oprimía por dentro.